Dicen las crónicas que el 31 de marzo de 1561 "doce vecinos y ocho soldados" bajo la dirección de Don Juan de Maldonado se asentaron en este valle y fundaron la ciudad de San Cristóbal, en el sitio donde actualmente se encuentra la catedral.
La Villa de Don Juan, como también se le ha llamado, ha crecido muy perezosamente, pues 46 años después en 1607, se reportó que sólo contaba con treinta vecinos y 800 indios, o sea 830 habitantes. Y esa lentitud en el crecimiento se va a prolongar por unos 350 años más, pues las condiciones no les fueron favorables. Fueron las mismas que imperaron en toda la geografía territorial. La carencia de vías de comunicación y medios de transporte adecuados no fueron favorables ni durante la colonia ni después de la independencia.
Sin embargo, el aislamiento de la Villa fue en alguna forma positivo, pues no sufrió el impacto de las masacres que durante la guerra de independencia golpearon a otras regiones de Venezuela. Pero en contrapartida tuvo que soportar, en distintas épocas, cinco fuertes movimientos sísmicos (1610, 1644, 1812, 1849 y 1875) que aniquilaron parte de sus estructuras.
Por otra parte, en la región hubo tribus de indios belicosos que mantuvieron en jaque a los habitantes del poblado, pues los aborígenes no se resignaban a perder su territorio. Se citan entre esas tribus a los Chinatos y a los Motilones. La guerra contra los indios se mantuvo hasta 1702.
A finales del siglo XIX y a comienzos del XX la ciudad tuvo que soportar movimientos armados que le causaron grandes daños. El peor fue la llamada Batalla de San Cristóbal, que ocurrió en julio de 1901. El general colombiano Carlos Rangel Garbiras invadió con 6.000 hombres. El general Celestino Castro con 3.200 hombres se atrincheró en la ciudad y pudo rechazar al invasor. Dicen las crónicas que el número de muertos fue alrededor de 800 y la fetidez de los cuerpos en descomposición permaneció por días.
Durante los primeros cuarenta años del siglo XX San Cristóbal era realmente una aldea prácticamente reducida al casco central, la aldea de la niebla de la que nos habla el poeta Rugeles. Lucía un tanto vieja y desgastada, sólo hermoseada por sus verdes parajes, montañas, su río y sus quebradas.
Primero fue el café, con sus comerciantes alemanes, quien la puso a valer. Luego fue el petróleo, que con su fuerza energética concentrada en sus entrañas, impactó como un Dios benefactor en todas las comunidades del país. Y la Villa sintió esa oleada expansiva y creció en forma de rápida como anárquica. Y no existió la autoridad municipal que introdujera un poquito de disciplina en ese crecimiento, de manera que los múltiples barrios que la conforman hoy semejan un gran laberinto, donde cuando se entra es difícil salir.
Arquitectos e intelectuales diseñan y lanzan ideas para detener esa expansión anárquica, pero todo ello naufraga en los oídos sordos de Gobernantes, cuyo objetivo principal es hacer un poco de populismo para acceder a la reelección o conquistar un escalón más en sus aspiraciones políticas. En consecuencia, en sus cuatrocientos cincuenta años, la Villa de Don Juan no tiene nada nuevo que disfrutar, a no ser los actos protocolares y los discursos que elevan el ego de los oradores seleccionados para tal fin. Pero que resultan muy alejados de los quereres del grueso de la masa que forma su sociedad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario