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sábado, 2 de abril de 2011

Noche de la fundación << J. J. Villamizar Molina (*) >>

Instante alumbrado por la luna y las estrellas que desde su remota y enigmática existencia no se habían percatado con sus lumbres de una proeza semejante.
Hombres en medio de las tinieblas y las soledades. Profanaciones sublimes, amorosas y animadas del silencio de la selva que nunca había percibido el resonar y choque de las piedras y los troncos cortados a los árboles en el mudo panorama que desde estos mismos instantes comenzaba a ser ciudad. Inicios de esperanzas, de ideales con los anhelos de cada uno de los castellanos.
Sobresalía en el paisaje de la eternidad la gallarda silueta del hidalgo capitán que seguro vislumbraba el porvenir de la Villeta, aunque el silencio de los bosques era tremebundo y sólo interrumpido por el murmullo de las múltiples quebradas del alrededor. Juan Maldonado pensaba en una ciudad llena de lumbres, de almas, de bullicio y de animado movimiento.
Los bosques fueron profanados y las orillas del río Tormes y de las quebradas saqueadas para así poder construir el fuerte de dos cuadros de largo y dos tapias de alto. Allí se guarecerían del frío, de los inviernos y demás asaltos de la naturaleza, como del peligro de tribus indígenas indispuestas y de las fieras del monte. Porque la fauna de la selva, sagaz y multiplicada por la acción de los años impolutos, oía aquella noche el golpe de las hachas y el rechinar de los cuchillos contra las piedras y las rocas. Cada castellano tenía su propio sentir, su propio anhelo y su propia contribución. Juan Maldonado -ante todo- soñaba con su ciudad natal, con el Barco de Ávila, pacífico y romántico empinado sobre los Valles del Tormes y del Jertre. La gran mayoría de los acompañantes abrigaban la esperanza de que este era el punto de partida para convertirse en ricos encomenderos y propietarios. Los soldados venidos soñaban con nuevas proezas y acciones que les harían famosos. Entre todos ellos había uno, Pedro Gómez de Orozco, que portaba y traía los horribles y asesinos arquetipos que cuatro siglos más tarde desflorarían las crueldades y ansias de poder de Juan Vicente Gómez. Francisco Sánchez estaba satisfecho pues veía realizadas sus esperanzas de la Villeta intermedia entre Pamplona y Mérida, un sagrado “lugar para la tregua”, como la definiría cuatrocientos años más tarde Ramón J. Velásquez.
Noche llena tal vez de luna y del alborozo de estrellas. Noche profana para el silencio de la selva y para los animales y pajarillos que posados en las cumbres de los árboles comenzarían a trinar desde ahora con nuevos acentos y nuevos temas. Pero con todos los fundadores venían las esperanzas de una existencia cada vez más nueva y superada. Hacía un año se había pintado en Tunja la Virgen del Rosario de Chiquinquirá para la encomienda de Antonio Santa en los predios de Sutramarchán. Ella se renovaría con el milagro del 26 de diciembre de 1586. Aquí también, por estos predios y caminos recién abiertos, comenzarían a llegar los frailes agustinos, entre ellos fray Gabriel de Saona con la tabla protectora de la Consolación, alivio reconfortante en todos los trances y trabajos. La Consolación también se renovaría en los años de la transición del siglo, así como la Señora de la Chiquinquirá lo hiciera en 1586. La Consolación, alivio de los afligidos, sería como lumbre inspiradora de todas las proezas “como la Virgen que iluminaría una historia”, a decir del Cronista Rafael María Rosales.
Así nacía San Cristóbal, entre silencios y golpes, con faroles de luna trasnochada y de estrellas deslumbradas, con sentimientos cruzados entre los corazones de aquellos valerosos hombres, y por encima de todo ello, con la ambición hidalga de su valiente fundador, hijo de Don Nuño Pérez de Aldana. El que arrebató a Duque de Normandía los cinco lises de plata entre los gules de sus armas.
(*) Cronista de la Ciudad de San Cristóbal
(*) Decano de los Cronistas de Venezuela

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