José Ignacio Bretón falleció el 17 de mayo de 1953 en el Hospital Vargas de San Cristóbal a los 84 años de edad. Había nacido en La Grita y fue portero del Concejo Municipal, puesto al que renunció al saber el derrocamiento del general Cipriano Castro. Al notar la traición, tomó el retrato del presidente destituido y dijo, algo así: “renuncio solemnemente al cargo que desempeño en este Consistorio, pues José Ignacio Bretón, ni se vende, ni se prostituye”. Partió del lugar, llevándose el cuadro.
En la San Cristóbal de antaño que estoy rememorando en estas páginas, solía aparecer todas las semanas en mi casa, los días lunes, un curioso personaje que mis ojos de niño escrudiñaban de pies a cabeza con absorto asombro… El arrobamiento ante tal visitante era consecutivo a los enigmas que mi imaginación infantil entreveía en aquella espigada figura de tez curtida por el sol, báculo de peregrino y atuendo de hidalgo venido a menos, que respondía al nombre de José Ignacio Bretón.
Venía a pie de Rubio por ese camino que desembocaba en la apacible capital tachirense de aquel entonces por la pintoresca cuesta de Pericos, y cuya sinuosa cinta de verdes y silencios anduvo y desanduvo durante muchos años en ejercicio de la actividad que se impuso y que supo cumplir en forma por demás denodada, honesta y puntual: desempeñar el servicio de correo entre las dos ciudades en momentos en que la institución postal oficial estaba en pañales y, por lo tanto, acusaba notorias deficiencias… El agente de referencia era portador de mensajes escritos o verbales, de paquetes y de dinero, a la vez que por encargo de sus clientes efectuaba compras, pagos y cobros, todo lo cual hacía a entera satisfacción de aquéllos y a precios excesivamente módicos, demostrando con este último detalle el solícito demandadero interurbano, que no era por afán desmedido de lucro que se daba al desempeño de su útil misión. Lo dice él mismo en uno de sus versos: “El vaivén que yo me he impuesto/ en un viaje semanal/ yendo y viniendo de Rubio/ para conseguir un real.”
Pero en Bretón había mucho más que un simple y honrado propio: había un hombre de gran originalidad por su manera de actuar y de pensar, por su actitud filosófica ante la vida, por su ingenua vena poética y por el raudo vuelo de su magnánima y quimérica mente, todo ello arropado con un manto de sencillez y bonachonería que, conjugándose con la modestia de la vestimenta, llenaba de contrastes la solemnidad de su porte.
Fuente: Tomado del libro “Tachirenses de Antaño” de Raúl Soulés Baldó. Madrid. 1967.
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